sábado, 28 de agosto de 2010

los años del espejismo

(Sigo buceando en mis carpetas de recortes. En 2004, el mismo equipo básico responsable de la colección Sinpalabras se encargó de elaborar, para el Ayuntamiento de Madriz y con producción de Sinsentido, un volumen titulado De Madrid a los tebeos. Uno de los textos es mío, centrado en los años 80, cómo no.)




LOS OCHENTA: LOS AÑOS DEL ESPEJISMO…

Los últimos años de la década de los setenta fueron, en el campo de la Historieta, el inicio de un sueño. O quizá sea mejor hablar de un espejismo. Un espejismo que se extendió a lo largo de los años ochenta y del que también formó parte Madrid, ya desde sus inicios, con sellos como Papel Vivo, empeñado en una concienzuda labor de dignificación del medio, o Nueva Frontera, que, a través de sus revistas y de diferentes colecciones de monografías, puso al alcance del lector un material nuevo, deslumbrante: la flor y nata del tebeo adulto europeo más afortunado, de Crepax a Hugo Pratt, de Breccia a Muñoz y Sampayo, sin olvidar a Moebius, a Bilal y a Christin, a Caza…

Durante la nueva década, el espejismo pareció cristalizar, hacerse tangible; casi se diría que nuestro país era la cuna de un nuevo renacimiento de la Historieta. Se respiraba una actividad febril por doquier, sellos nuevos e iniciativas más o menos arriesgadas surgían a cada momento. (Esa era, al menos, la sensación que el lector tenía.) Un puñado de profesionales nacionales se afanó en plantear una mirada autoral sobre su trabajo, si bien, con el tiempo, se verá que no todo el que se lanza a escribir sus propios argumentos tiene algo que aportar, y que muchos años ante el tablero de dibujo no garantizan, necesariamente, más que un buen bagaje técnico (que no es poco, pero no es, tampoco, suficiente).

El espejismo se desvanecerá a los pocos años, antes del final de la década, enfrentado a la gris realidad de un mercado pobre y anquilosado, y de unos editores cuya sensibilidad se demostró más lejos del creador que del mero tendero.

EL BOOM.

En efecto, Paracuellos y Barrio, de Carlos Giménez, editados por Papel Vivo, demostraron que se puede plantear una Historieta diferente, personal y adulta, una Historieta similar, en ambición y alcance, a la que aparecía en las páginas de Tótem y otras revistas de Nueva Frontera.

Desde Barcelona, tradicional centro de producción editorial, Josep Toutain intuyó que era el momento de plantear una renovación del mercado. Recuperó, para ello, el modelo de revista de género que popularizase en Estados Unidos Warren Publishing (modelo ya explotado en nuestro país en cabeceras como Vampus, Dossier Negro o Vampirella), y dio cabida, en sus páginas, a las creaciones de una serie de dibujantes españoles que, hastiados de muchos años de trabajo de encargo, impersonal, dieron en ellas lo mejor de sí mismos. Font, Beá, José Ortiz, el ya citado Carlos Giménez… todos fueron parte fundamental del éxito de 1984, Comix Internacional, Creepy.

Por otra parte, la revista El Víbora recoge las inquietudes de una corriente que bebe de la tradición underground norteamericana, una corriente que ya había tenido su plataforma de expresión en Bésame Mucho. Y, en el seno de otro sello comercial, Norma Editorial (nacido de una costilla del propio Toutain, por así decir), se presta atención, desde las páginas de Cairo, a otra manera de entender la Historieta: la llamada línea clara, que hunde sus raíces estéticas en el tebeo de aventuras francófono. En esta efervescencia de cabeceras y miradas verán la luz autores como Gallardo, Max o Sento, que conseguirán navegar entre dos aguas estilísticas, hasta convertirse en auténticos monstruos ajenos a etiquetas o movimientos, así como Mique Beltrán y Micharmut, Roger, Isa Feu, Pons y Mariscal, Nazario… nombres todos emblemáticos de esos años. (Emblemáticos, también, de una manera de entender el medio.)

Pero nos adelantamos en el tiempo, y Madrid será, también, origen de diferentes (y, en ocasiones, asombrosas) iniciativas editoriales. Así, Riego pondrá en circulación un primitivo y efímero Cimoc (que Norma recuperará luego, convirtiéndola en su revista estrella), y San Román propondrá dos cabeceras irregulares y de muy corta vida (Vilán y Tumi, centrada ésta en lo erótico), amén de un puñado de monografías casi siempre irreprochables. La Historieta franco-belga de corte clásico tiene su rincón gracias, primero, a los álbumes de Sepp/Mundis, que presentan series tan importantes como Spirou o Gaston Lagaffe, y mantendrá su presencia, después, merced a la apuesta por el público juvenil que hace la editorial Sarpe, con cabeceras como Fuera Borda o Jana, que recupera el tebeo para jovencitas de la mano de Purita Campos, nada menos. (Una autora y un material, por cierto, que no se alejan de lo que, más adelante, supondrá una revolución de mercado y de público: el manga, y en especial el destinado a las muchachas. Salvando, es obvio, todas las distancias formales.)

Nueva Frontera, por su parte, mantiene sus distintas colecciones de libros, además de aumentar su nómina de revistas con títulos memorables: Tótem Calibre 38 y Vértigo. No tardará, sin embargo, en caer en una inexplicable huída hacia delante, caracterizada por una política editorial suicida y progresivamente caótica, en la que la misma monografía puede distribuirse repetidas veces, integrándola en diferentes y siempre efímeras colecciones, e incluso se llegará al extremo de crear revistas que aparecerán en el mercado acompañadas de diferentes separatas, que serán, a su vez, recuperadas para comercializarse, al poco tiempo y ya encuadernadas, como nuevas monografías. ¿Una señal de que el espejismo puede resquebrajarse? Quizá. No obstante, la señal definitiva la marcaría la disparatada andadura de la revista Rambla, de Barcelona, nacida como proyecto colectivo de un grupo de autores consagrados, y que en unos meses se revelará condenada al fracaso. Su lamentable trayectoria comercial (y creativa) es casi un reflejo de la industria de esos años. (Unos años, por cierto, en los que, si hablamos de industria, no podemos dejar de mencionar el inicial desembarco de Forum, algunos de cuyos títulos se producen desde Madrid.)

MADRID EN TECHNICOLOR…

En Madrid, y pese a las declaraciones de algunos de sus protagonistas, los ochenta son los años de lo que se conoció como la movida, un movimiento que no fue tal, una efervescencia creativa teñida de desparpajo punk, una burbuja de colores vivos y músicas infecciosas que, en Historieta, cuajó en la revista Madriz, subvencionada por el Ayuntamiento de la ciudad y dirigida por Felipe Hernández Cava, también guionista del equipo El Cubri, que con sus trabajos de combate, primero, y de reflexión de lenguaje y de recuperación de mitologías populares, después, había contribuido, en cierta forma, a la agitación de sensibilidades en un público que pedía más, algo diferente, algo nuevo.

Madriz fue una publicación en la que se dio voz a un puñado de nuevos valores que, en algún caso, llevaban tiempo peleando por abrirse paso en cabeceras convencionales. Una publicación que recuperó, también, creadores de larga trayectoria y personalidad insular. Mientras la gente del underground y lo que se llamó línea clara (o Nueva Escuela Valenciana) llegaban a una suerte de entendimiento en el terreno común definido por creadores como Gallardo o Max, en las páginas de Madriz se exploraba, se inventaba, se forzaban los límites del medio. El experimento, que también era apuesta, descubrió a autores como Federico del Barrio, Ana Juan, Raúl, Rubén Garrido, Joaquín López Cruces: voces personales, valientes, que reivindicaron formatos distintos y ritmos diferentes, cercanos, a menudo, a la poesía; creadores que recurrieron a campos limítrofes y a la mezcla de códigos, aunque no siempre con fortuna. Pero propició, también, aventuras similares en otras ciudades (La granada de papel, Imajen de Sevilla…), e incluso en otros países. (No es descabellado afirmar, a este respecto, que en la raíz de las nuevas editoriales independientes francesas y todo el movimiento de autores que han generado a su alrededor, hay, al menos, una sombra de sensibilidad madrizleña.)

Madriz generó, además, encendidas polémicas en el seno de la industria española de la Historieta, debido a su financiación pública, pero también debido, en parte, a los precios que pagaba a sus colaboradores, muy superiores a los que pagaban las demás cabeceras. Se planteó hasta qué punto era lícito publicar una revista de espaldas al público mayoritario, ajena a condicionamientos de mercado. Se planteó si no será esa, precisamente, la tarea de las Instituciones: proteger lo mas frágil, la expresión artística, con independencia de su posible comercialidad. Polémicas que, de una u otra forma, ayudaron a crear una cierta conciencia, si no industrial, sí, al menos, gremial.

¿Qué estaba ocurriendo fuera, mientras tanto? Del otro lado de los pirineos, Yves Chaland y Serge Clerc (en especial el primero), secundados por la creatividad iconoclasta del guionista Yann LePennetier, renovaron el ámbito francobelga, tan tradicionalmente conservador. Una revolución que fue secundada, ya lo hemos dicho, desde las páginas de Cairo, sazonada por la particular idiosincrasia de unos autores que no olvidaban sus influencias primeras: la escuela de Bruguera de los años cincuenta, el TBO clásico. Por otra parte, en los Estados Unidos, Howard Chaykin firmaba sus mejores trabajos, pero será la obra de Frank Miller y del guionista británico Alan Moore (El retorno del Señor de la Noche y Watchmen, respectivamente) la que de verdad traspasará todas las fronteras: su influencia formal, las rupturas estilísticas que plantean en un universo tan específico, tan cerrado, tan codificado como el tebeo de superhéroes, serán recogidas, asumidas y adaptadas, con mayor o menor fortuna, por una legión de autores jóvenes que, en nuestro país, encontraron acomodo en las publicaciones de Toutain Editor, abiertas siempre a las propuestas más comerciales.

Los ochenta son, también, los años del pop desvergonzado y de la belleza efímera. La imagen de las Instituciones madrileñas se beneficia del buen hacer de Fernando Vicente o Javier de Juan, de diferentes firmas del Madriz que, con sus carteles impactantes, proponen una percepción diferente, fresca, de la ciudad. El regocijo de una generación nueva, que ha sido testigo del renacimiento de la Democracia y del triste episodio del 23-F, que siente en sus manos el poder (la necesidad, también) de hacer cosas, de cambiarlo todo, llena las calles de un colorido estimulante y bullicioso.

En el país, las cosas ya no podrán ser nunca como lo fueron antes. Por fortuna.

LLEGANDO HASTA EL FINAL…

De la influencia más o menos directa de Madriz surgieron iniciativas como las postales exclusivas de Sombras Ediciones, los álbumes de insólito diseño de la colección Los Sótanos o una joya como El sombrerero de la calle Carretas, un libro monumental, estampado, ya en 1990, en el taller de Dos Negritos; una edición exquisita que casi resume en sus bellas páginas, a manera de canto de cisne, las líneas maestras de la década que nos ocupa: amor por el objeto, por el diseño; inquietud, ruptura de moldes; exploración. A este respecto, conviene no dejar de mencionar la labor que algunas librerías especializadas llevaron a cabo, bien organizando exposiciones y convirtiéndose en punto de encuentro de lectores y creadores, bien favoreciendo el nacimiento de un movimiento de crítica renovador (con cabeceras como Tribulete y Grafito, Stock, Urich o Pogo), o bien, incluso, dando el paso de la edición: Metal Hurlant, Madrid Cómics, Arte 9, Elektra.

Tras su cierre, el espíritu del Madriz aún se refugió en otra revista, Medios Revueltos, de vocación multidisciplinar y corta trayectoria. Algunos de sus autores más representativos hallarán otras plataformas, momentáneas, para continuar su labor, pero, de una u otra forma, un camino se cierra, y será difícil que pueda volver a abrirse.

La década se encamina a su fin, y con ella muere la ingenua sensación de esperanza que se había generado en sus comienzos. El espejismo se rompe, la burbuja se agota. La industria, pobre, provisional siempre, no da para más y los autores descubren que necesitan, si quieren convertir la Historieta en su medio de vida, trabajar para el exterior, plegarse a exigencias editoriales… como en tiempos pretéritos, cuando la profesión pasaba por el trabajo de agencia, impersonal. Muchos de ellos descubren y se deciden por otros campos mejor pagados (y mejor considerados, también): publicidad, diseño, pintura, humor gráfico, prensa. Después de todo, los precios que los editores pagaban en los primeros ochenta no se han visto incrementados cuando alborea la nueva década, y es difícil mantenerse dentro de una industria que insiste en trabajar bajo mínimos, al borde siempre de un amateurismo lamentable.

(Conviene añadir, como anécdota, que los mismos precios que ya eran entonces insuficientes se mantienen hoy, a finales de 2004, inalterados… Un dato, sin duda, revelador. Y demoledor.)

Con el final de la década, la realidad acaba por mostrar su cara menos atractiva. La confianza en las Instituciones políticas empieza a flaquear, las discográficas independientes se transforman, poco a poco, en remedos provincianos de las multinacionales que quisieron combatir, las estrellas del pop se profesionalizan y empiezan a comportarse como las viejas glorias a las que atacaban diez años antes. Las nuevas bandas volverán a cantar en inglés.

Y los tebeos, durante un tiempo, serán más aburridos también en Madrid.

Lo que sigue es cosa de otro… y de otros.

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